por Eduardo Terzian.
Lamentablemente, vivimos en un país que se hunde en las arenas de su propia mediocridad. La chatura y el color gris nos encandila por donde miremos. La pandemia ha puesto al desnudo todas nuestras falencias, desde las estructurales hasta las estrictamente culturales.
Dentro de las falencias culturales que emergen, se destaca nuevamente la proverbial inclinación argentina a razonar erróneamente. Es nuestra ancestral tendencia a adoptar consignas que se repiten acríticamente, sin análisis o cuestionamiento.
Siempre me ha llamado la atención, como en la Argentina repentinamente surgen consignas y/o modismos verbales que son repetidos por todos sin asomo de vergüenza ante el plagio y la imitación. Basta que algún “famoso” introduzca un término estrafalario, para que toda la clase media y los medios de comunicación repitan al unísono el término, sin reconocer -como mínimo- la ajenidad del mismo. Su “otredad” dirían los filósofos, el “copyright”, dirían los legalistas.
Basta que a algún estúpido se le ocurra la palabra “reperfilamiento”, para que todo el periodismo la repita sin cuestionar su esencia, su oportunismo o manifiesta falsedad. O basta en otro caso, que algún “cráneo” diga “no mueve el amperímetro”, para que todos repitan mecánicamente el término, sin pensar siguiera el por qué de la preferencia por el amperímetro y no otro cualquier otro aparato de medición igualmente importante (“termómetro”, “odómetro”, “velocímetro”, etc.).
Pareciera escapar del horizonte mental de nuestra clase media, el análisis crítico del discurso o la vergüenza en la repetición simiesca de ideas ajenas.
Pero sirva lo anterior, como mera introducción a un tema mucho más importante, el cual, el actual Presidente Alberto Fernández, ha puesto sobre el tapete para justificar la cuarentena, que ya lleva más de cien días.
En efecto, el “Profesor” Fernández ha convencido a la sociedad argentina de la necesidad de la cuarentena “argentinian style”. Para ello ha recurrió a un oxímoron: “De la pobreza se vuelve, pero de la muerte no”. Esta gran idea, recientemente fue reformulada y reforzada con la siguiente: «Para ser libres hay que vivir”.
Lamentablemente, para analizar estas pseudo-verdades tengo que dar cuenta del personaje y para ello, primero, tengo que realizar algunas observaciones pertinentes para despejar dudas.
El Doctor Alberto Fernández no me cae particularmente mal y en muchas cosas respeto sus ideas y sus formas, que son arquetípicas de nuestra clase media y a ella pertenezco. De conocerlo personalmente, tal vez hubiéramos sido amigos, me resulta un personaje entrañable.
Pero frente a la cuarentena, Alberto Fernández sintetiza todos los aspectos negativos y congénitos que la clase media detenta. Condensa en su ser, todo aquello de lo cual la clase media debería avergonzarse y repudiar. El personaje representa el espíritu de su época. Como decía Nietzsche: toda ideología es también una biografía. Luego ampliaremos.
Un breve repaso: el Dr. Alberto Fernández, desde que tengo memoria política, siempre fue un operador/armador político, que fue recorriendo todo el espectro ideológico llevando sus “armados” para conseguir algún que otro puestito respetable y de ocasión para llevar sustento a su familia.
Así fue pasando de Menem a Cavallo, luego a Duhalde, luego a Kirchner, etc. Del Banco Provincia a la Superintendencia de Seguros de la Nación, luego Jefe de Gabinete. Nunca se destacó como abogado, ni como profesor universitario. Hoy, por una carambola del destino, es Presidente de la República. En una palabra, un hombre simple, como nosotros, como cualquiera. En ello no hay nada reprochable. Un buscavidas más, como podemos ser cualquiera de nosotros que lucha por su supervivencia y su familia.
Pero lo que se quiere significar, es que, si el personaje ha alcanzado cúspides con las que ni siquiera podría soñar, mínimamente debería pensar y hablar con humildad. Debería mostrarse consciente de sus limitaciones de hombre común y gris, sin vuelos intelectuales ni aspiraciones culturales especiales.
En lugar de ello, se muestra como un hombre arrogante y orgulloso, dispuesto a pontificar sobre las limitaciones de las grandes potencias y sus líderes (EE. UU, UK, Brasil, etc.), sin reparar en el enceguecedor contraste, entre su propio ser y la historia del diminuto y periférico país que representa, frente a la historia y realidad de otras grandes naciones. Es como si yo me animara a explicarle cómo se hacen los negocios a Bill Gates o al mismísimo George Soros. No hay pudor ni vergüenza.
Alberto Fernández no es consciente de su biografía y hasta de su propio ser. Aunque resulte anecdótico, diría que no es consciente siquiera de sus bigotes “demodé” ni de su voz ronca y aflautada, ni de sus sacos apolillados y anodinos.
El personaje, negando su biografía, se anima a lanzar en conferencia de prensa ideas y frases como las antes transcriptas. Ideas, que para él son como faros que nos ayudan a cruzar el desierto de nuestra mediocridad y que nos permiten levantar la cabeza orgullosos frente al concierto de las naciones.
Realizada esta breve introducción, vamos a analizar las dos ideas de las que Alberto Fernández se enorgullece y que casi toda la clase media repite.
En primer lugar, cabría preguntarse si Alberto Fernández de verdad y sinceramente está convencido de la originalidad y exclusividad de sus ideas; si realmente piensa que descubrió la cuadratura del círculo desconocida por el resto de los líderes mundiales. ¿De verdad piensa que un oscuro operador político de un país olvidado, conoce de verdades y virtudes que ignora el Imperial College London, la University of Oxford, el Massachusetts Institute of Technology, etc., etc.?
Para evitar equívocos, vamos a sintetizar la postura de Fernández en la siguiente proposición: “La vida es lo más importante y la misión de un Presidente es cuidar la vida de sus ciudadanos”. Creo que todos podemos estar de acuerdo que la frase anterior representa la médula del pensamiento de Fernández.
Nuevamente y para que no queden dudas: creo que las dos proposiciones anteriores a) “De la pobreza se vuelve, pero de la muerte no” y b) «Para ser libres hay que vivir”, se pueden subsumir en la c) “La vida es lo más importante y la misión de un Presidente es cuidar la vida de sus ciudadanos”.
En primer lugar, porque a) y b) son de por si evidentes y verdaderas y por eso son repetidas hasta el hartazgo por la clase media. Pero tanto a) como b) pretenden ser los fundamentos lógicos de c) y aquí reside el problema.
Nótese que a) y b) son meramente descriptivas, pero son utilizadas como premisas lógicas de c) y pretenden justificar el accionar político de Fernández.
Entonces tenemos una rara paradoja: de premisas verdaderas se saca una conclusión falsa.
¿Quiere ello decir que las premisas son falsas?. No, de ninguna manera, son verdaderas, pero utilizadas como base de un razonamiento devienen en pseudo-verdades.
¿Por qué ocurre aquello?. Muy simple, cualquier que se haya introducido en los temas de la lógica formal se da cuenta de ello. Ocurre que lo que se presenta como un razonamiento, en realidad no lo es. Las premisas son verdaderas, pero nada tienen que ver con la conclusión que se pretende. La conclusión sobre que la misión más importante y excluyente de un político es preservar la vida de sus ciudadanos, va “más allá” de la verdad que las premisas contienen: la importancia de la vida de los ciudadanos.
Visto desde otra perspectiva lógica, lo que hace el Profesor Fernández es transferir propiedades, cualidades o características del todo a la parte y viceversa.
Sabido es que en lógica no se pueden transferir características de la parte al todo (un libro es liviano, pero una biblioteca de mil libros es pesada. Lo que resulta bueno para Juancito, no es lo mejor para toda la familia de Juancito, etc).
De la misma forma, la vida de cada ciudadano puede ser lo más importante y preciado para cada uno ellos, pero puede no ser lo más importante para el conjunto de una Nación o del todo.
En el mundo de Alberto Fernández, no existe el Bien Común, concepto que puede o no coincidir con el bien de cada individuo en particular, inclusive con la vida o existencia misma de cada individuo.
Es más, en muchos casos, resulta necesario sacrificar las vidas particulares en aras del Bien Común o para salvar el destino de una Nación o de una Religión.
Durante toda la historia de la humanidad, generaciones se inmolaron o sacrificaron para que su propia Nación (el Bien Común) no cayera o no se debilitara.
Por el contrario, Alberto Fernández ordenó que frente al enemigo invisible, todos nos quedáramos inertes en nuestras casas.
En lugar de proteger a los más vulnerables y los puntos estratégicos, promoviendo al mismo tiempo que la juventud se volcara masivamente al trabajo para mantener al País funcionando, incentivó el egoísmo pequeño burgués.
En lugar de una épica de la redención a través del trabajo, estimuló a la juventud a quedarse en sus casas cobrando el sueldo, masticando su soledad y reconcentrada en su ombligo.
Alberto Fernández desperdició la oportunidad que nuestra juventud saldara su deuda impaga con el esfuerzo y el sacrificio de las generaciones anteriores.
En lugar de una ética de la responsabilidad y el compromiso con la Patria, Alberto Fernández estimuló una ética del egoísmo, la mezquindad y la cobardía.
Este ejemplo de cobardía sin límites es potencialmente más nocivo para un país que la propia pandemia o una guerra. El Pueblo argentino va camino a constituirse en el más cobarde del mundo. Estamos condenando al fracaso mayor a las generaciones futuras, fomentando el egoísmo de la generación actual.
Ejemplo del daño cultural que se está ocasionando, nos lo da la conducta del Poder Judicial en su conjunto. Desde los jueces que no reclaman para sí mismos el honor y la obligación de tomar su puesto clave en uno de los poderes del Estado y se quedan en sus casas percibiendo sueldos exorbitantes en lugar de reclamar por el levantamiento de una Feria Judicial vergonzosa. Hasta los empleados de este mismo poder, que, en lugar de ocupar orgullosos del sacrificio sus lugares de trabajo, protestan porque se les fracciona el aguinaldo y advierten sobre el derecho que tienen, para el momento del levantamiento de la cuarentena, de tomarse unas dignas vacaciones de invierno.
Cuán lejos ha quedado la imagen de los miles de jóvenes que se peleaban como voluntarios para ir a luchar por las Malvinas o los que donaban su sangre o sus bienes por una justa causa. Antaño nuestro pueblo luchaba bajo la consigna “Religión o Muerte” o la más coetánea a nosotros “Patria o Muerte”. Gracias al Tío Alberto, nuestro Pueblo “muere” por un sueldito.
En el mundo de Alberto Fernández -por ello era importante su biografía- no hay lugar para el sacrificio personal, para el acto heroico, ni para la valentía, ni para el desinterés. En su visión pequeñoburguesa no hay lugar para la perspectiva trágica y el honor. Solo hay una visión política y electoral, solamente el cálculo mezquino de un oscuro operador.
Imaginemos por un momento a San Martín a punto de cruzar los Andes en su gesta libertadora. San Martin de pie frente a su tropa formada a punto de dar su último discurso, antes del comienzo de la epopeya. Sus hombres lo miran expectantes, en silencio frente a su Jefe. Miles de hombres dispuestos a morir por unos ideales abstractos como la “libertad”, la “independencia” y el “progreso”. Imaginemos el rostro de San Martín tenso por la responsabilidad de la hora….pero ahora, vayamos borrando en nuestra imaginación su rostro y dejemos que nuestra mente coloque en su lugar el rostro de nuestro querido Alberto Fernández diciendo «Para ser libres hay que vivir”. ¿Puede el lector entender la idea?.
Exacerbemos nuestra imaginación, situémonos en el Año 1940 y tantos. Situación hipotética. Reunidos en un lugar de Europa Sir Winston Churchill, Charles de Gaulle, Dwight D. Einsenhower, Bernard Law Montgomery. Planean sigilosamente una estocada final contra la amenaza real de Adolf Hitler. Una ofensiva contra el peligro cierto del final del mundo tal como se lo conocía. Se impone un golpe definitivo, contundente. Distintas estrategias se discuten. Pero todas implican la muerte de miles y miles de tropas propias, un sacrificio descomunal, casi un suicidio en masa. Pide la palabra Charles de Gaulle, se pone de pie con su metro noventa y tantos, carraspea y comienza a hablar, pero en ese mismo momento, su rostro se nos va esfumando, su talle se comienza a encoger y ensanchar y por un juego de nuestra imaginación el rostro y los bigotes de Alberto Fernández aparecen en su lugar y nuevamente la frase «Para ser libres hay que vivir”
Esta situación, como el lector comprenderá, se puede extender al infinito. En la historia, miles y miles de lideres mundiales, políticos, militares, religiosos, se encontraron frente al dilema de morir o permitir que sus ideales se vieran frustrados.
Miles y miles prefirieron morir o decidieron la muerte de miles de sus ciudadanos antes que resignar ideales o religiones. Miles fueron conscientes de la finitud de la vida y que era preferible fundirse en un ideal mayor. Después de todo: antes que morir de viejo como un anónimo fulano de tal, era preferible morir por una causa o por tu propia Nación.
¿Qué hubiera pasado si en lugar de esos lideres hubiera estado Alberto Fernández? Nuestro Presidente hasta nos quitó el orgullo de morir por una causa justa.
El Cristianismo, no hubiera existido sin sus mártires. Más de cincuenta millones de muertos evitaron que Hitler tomara el mundo. Guerras, Cruzadas, Resistencias, Revoluciones, siempre la muerte propia fue preferible a la pérdida de ideales básicos, tan abstractos como la religión, la libertad, la independencia o el poder de una nación.
Hasta que llegó Alberto Fernández, nuestro gran pensador y líder, para echar luz a la humanidad desde su voz ronca, sus sacos anodinos y su bigote demodé.
Julio de 2020